RABIA Y MORALEJA EN EL DEBATE PÚBLICO
Hoy en día, la rabia y la moraleja predominan en el debate público tanto en las esferas políticas y mediáticas como en el ámbito social. El debate racional y sosegado, basado en hechos y argumentos, es progresivamente sustituido por una discusión histerizada y moralizante que recurre a superlativos para exaltar las emociones primarias más negativas. De esa forma, se trata de fomentar e instrumentalizar las frustraciones personales y el odio hacia las élites económicas, los representantes institucionales, los adversarios políticos o las personas de procedencias geográficas alejadas que se convierten en chivos expiatorios. Desde una posición de superioridad moral auto-asignada basada en una supuesta virtud y sobre la base del sufrimiento padecido, ese tipo de intercambios dialécticos favorecen la expresión del cabreo, de la furia y de la indignación que incrementa la crispación social y las divisiones políticas. En ese sentido, dificultan la comprensión mutua y la construcción de amplios consensos, y, más allá, la elaboración de una nueva cultura sociopolítica basada en el diálogo, la negociación y el acuerdo.
Tanto la rabia como la moraleja son alimentadas por el populismo, de izquierdas y de derechas, que procede a una crítica radical y sin paliativos de la democracia representativa, la economía de mercado y el orden social, que estarían en el origen de todos los males, compaginada con un cuestionamiento de la división de la sociedad entre clases sociales, en la esfera social, y entre izquierda y derecha, en el ámbito político. Prioriza, al contrario, una representación social basada en una oposición entre las élites, supuestamente unidas y corruptas porque serían plenamente conscientes de sus propios intereses y se caracterizarían por el egoísmo y la tentación secesionista, y el pueblo, que estaría unido y se distinguiría por su virtud. Como consecuencia de ello, además de criticar vehementemente las élites, exige su sustitución inmediata por representantes del pueblo. Para crear una unidad identitaria entre el 99% de la población, más allá de sus diferentes componentes en los aspectos sociales, económicos, culturales y políticos, el populismo exacerba las identificaciones, creando una demarcación clara entre “ellos” y “nosotros”, y recurre a las emociones en detrimento de la racionalidad.
El propio auge del populismo resulta de une triple crisis: económica, social y política. En efecto, tras la crisis financiera que estalla en septiembre de 2008, los organismos internacionales y los estados optan por apoyar masivamente a las entidades bancarias privadas de cara a evitar un colapso del sistema financiero internacional. Los rescates bancarios y los planes de reactivación económica, para soslayar una depresión económica comparable a aquella acontecido tras el crash bursátil de 1929, provocan un incremento notable de los déficits y de las deudas públicas. Para enfrentarse a ellos, los decisores políticos priorizan una reducción del gasto público y un incremento de los impuestos, lo que tiene un efecto recesivo sobre la economía que conduce, a su vez, a un auge del desempleo, de la precariedad y de la pobreza. La crisis económica se convierte así en una crisis social que padecen prioritariamente los más vulnerables. Esta acaba convirtiéndose en una crisis política, ya que los partidos tradicionales y las administraciones públicas se muestran incapaces de solucionar estos problemas, lo que se traduce por una deslegitimación de las instituciones y de sus representantes.
No en vano, los movimientos populistas, tanto cuando están en la oposición como cuando acceden al poder, tampoco consiguen dar una respuesta satisfactoria a esta triple crisis. De hecho, cuando ejercen un papel opositor, condenados al “ministerio de la palabra”, tienen dificultades para modular sus reivindicaciones, llegar a acuerdos y tejer alianzas; y, cuando ocupan cargos institucionales, atrapados por unos intereses contradictorios, con un escaso margen de maniobra y una capacidad de acción limitada, frustran las esperanzas depositadas en ellos. Como consecuencia de ello, su retroceso electoral es tan rápido como su auge. En un breve periodo de tiempo, pasan de luchar por ganar las elecciones a pelear por su supervivencia política.
Pero, el retroceso electoral del populismo no conlleva un reflujo de la rabia y de la moraleja en el debate público, dado que el “estilo populista” se ha difundido en el conjunto de la sociedad modificando en profundidad los hábitos del debate político y la naturaleza de la discusión social. Con la irrupción y rápida extensión del uso de las redes sociales, cada ciudadano tiene acceso al espacio público que deja de ser el monopolio de las élites políticas, sindicales, mediáticas, académicas y de los medios de comunicación tradicionales para convertirse en un bien ampliamente repartido. En nombre de la democracia participativa y de la libertad de expresión, cualquier persona se siente legitimada y autorizada para intervenir en el debate público, sin otro límite que su propia voluntad y opinión. Amparándose detrás de dicha legitimidad auto-atribuida, sin filtro y a menudo de manera anónima, expresa su descontento y malestar sin tapujos y sin respetar las reglas mínimas que implica la convivencia, tales como el respeto del interlocutor, es decir la ausencia de ataques personales y de propósitos difamatorios. Lo hace, además, desde una posición de superioridad moral que se atribuye a sí misma.
No en vano, el uso recurrente de la rabia y de la moraleja genera cierto cansancio en la propia sociedad, ya que, una vez que estas personas han exteriorizado toda su frustración, malestar y desilusión, y han agotado todos sus chivos expiatorios, sus problemas persisten al no encontrar ninguna solución duradera. Además, la generalización del ruido, del alboroto y de la furia acaba generando un agotamiento evidente al hacer un llamamiento constante a las emociones. De modo que una parte creciente de la población acaba pidiendo un debate público más pausado, respetuoso y constructivo, de cara a generar cierto entendimiento y propiciar amplios acuerdos. Cada vez más fatigados e irritados por los ataques personales, las exageraciones y las propuestas caricaturizadas, cuyos límites y efectos perniciosos perciben con una claridad creciente, aspiran a un retorno a la normalidad del debate público, entendida como un debate donde cada ciudadano puede expresar sus argumentos y opiniones de manera apaciguada, lo que no es contradictorio ni con la fortaleza de las convicciones ni con la pasión por el intercambio de ideas.
Tribuna Abierta publicada en el periódico DEIA el 21 de septiembre de 2020.