UN MODELO EN CRISIS
Las dificultades para obtener una cita en Osakidetza, las largas listas de espera para ser operado, los problemas para contratar personal sanitario, la alta interinidad en la función pública, la mala calidad de la comida ofertada en ciertos centros escolares o las huelgas de los profesionales en las residencias para personas mayores ponen de manifiesto que el modelo de gestión de los servicios públicos que ha sido implementado a lo largo de las últimas décadas está crisis. Este profundo malestar, tanto de los profesionales como de la propia ciudadanía, hunde sus raíces en un modelo mixto elaborado tras la transición que se basa en la colaboración entre administraciones públicas, empresas privadas y entidades del tercer sector. Un sector público duraderamente atrofiado y escasamente financiado se compagina con una externalización y delegación de numerosas tareas, bien a través de concursos públicos a los que se presentan empresas privadas, bien vía subvenciones concedidas a asociaciones sin ánimo de lucro.
En efecto, el modelo actual surge del franquismo, donde prevalece un reparto del tareas entre el Estado (que asume las funciones regalianas) y la Iglesia católica (que se encarga de la educación, la sanidad y la asistencia social), una escasa presión fiscal y una práctica de la beneficencia social, muy alejada del Estado social y, qué decir, del Estado de Bienestar que se desarrolla en la mayoría de los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial. Y la transición no introduce una ruptura con el modelo anterior sino que busca compaginar el antiguo régimen con la monarquía parlamentaria que surge a raíz de la Constitucion española, el Estatuto de Autonomía de Gernika y el Amejoramiento Navarro. A partir de entonces, la CAV se dota progresivamente de un Estado social, compaginando las entidades existentes, a menudo asociados a la Iglesia católica como Cáritas, con las administraciones territoriales de nueva creación. Todo ello está financiado por una fiscalidad poco progresiva y cuya presión es netamente inferior al de los países europeos más avanzados.
Esto da lugar a un modelo de servicios públicos donde las administraciones autonómicas, forales y municipales se han dotado de servicios que gestionan directamente a través de entidades propias y de empleados específicos, aunque el 40% del personal de Osakidetza y de la enseñanza no universitaria sea interino y se externalicen numerosas actividades a entidades privadas. Por una parte, las administraciones vascas sacan a concurso público, con los pliegos de condiciones correspondientes, toda una serie de actividades, tales como la seguridad, la limpieza o la comida, a los que se presentan empresas privadas con ánimo de lucro. Para conseguir estos contratos ganando dinero, estas empresas compaginan una precariedad laboral manifiesta con un servicio de escasa calidad, lo que se traduce en los ratios. Por otra parte, dichas administraciones conceden subvenciones a entidades del tercer sector tras firmar convenios de colaboración.
Este modelo tiene varias ventajas para las administraciones vascas. Por un lado, les permite ahorrar dinero público y no tener que incrementar la presión fiscal, dado que las licitaciones son generalmente bajas y, en cualquier caso, suponen un coste para las arcas públicas inferior al que supondría si fuesen llevadas a cabo por la administración pública, y además, permiten abstraerse de los conflictos laborales que son susceptibles de surgir entre la patronal y los trabajadores de estas empresas. Por otro lado, permite ejercer un control sobre las entidades del tercer sector, que, a cambio de recibir unas subvenciones anuales, desempeñan una labor fijada por dicha administración, deben justificar todas sus actividades, mostrarse agradecidas y no ser demasiado críticas con la misma si no quieren perder el beneficio de las subvenciones recibidas. No en vano, este modelo tiene efectos negativos que son cada vez más visibles. No solamente propician la precariedad laboral y los bajos salarios en las empresas subcontratadas, sino que desembocan en un incremento de la conflictividad laboral y un deterioro del servicio prestado al usuario.
Si este modelo ha aguantado durante periodos de crecimiento económico, ha mostrado sus límites como consecuencia de la crisis financiera y luego económica de 2008 que se ha traducido por una disminución de los ingresos y un aumento del gasto público, llevando las administraciones vascas a realizar recortes bajo la presión tanto de la Unión Europea como de los mercados financieros. La pandemia del coronavirus, a partir de marzo de 2020, ha agravado la situación, especialmente en el sector sanitario, poniendo de manifiesto la insuficiencia de camas y de profesionales y generando una sobrecarga de trabajo. Por último, la intervención militar rusa en Ucrania, a partir de febrero de 2022, ha provocado un notable incremento de los precios, reduciendo rápidamente y masivamente el poder adquisitivo de los funcionarios y empleados públicos. A estos factores se añade un envejecimiento acelerado de la población que implica un incremento de la inversión pública en sanidad y servicios sociales.
Ante semejante situación, es preciso invertir masivamente en los servicios públicos, reforzar la atención prestada directamente por la administración pública y fortalecer el liderazgo público en esta materia. La financiación de este esfuerzo presupuestario pasa por un aumento progresivo de la presión fiscal, hasta alcanzar la media de los países de la Unión Europea, y el reforzamiento de la progresividad fiscal. Concretamente, esto implica aumentar el impuesto sobre la renta en los tramos más elevados; incrementar el impuesto de sociedades, especialmente de las empresas multinacionales; eliminar las exenciones fiscales poco eficaces económicamente e injustas socialmente; aumentar la fiscalidad de los patrimonios más altos; y, crear o reforzar un impuesto sobre las grandes fortunas.
Tribuna Abierta publicada en el periódico GARA el 21 de febrero de 2024.
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