Inversión y gobernanza en la enseñanza superior
La inversión en educación y especialmente en la enseñanza superior es fundamental, ya que es la condición sine qua non para disponer de una democracia dinámica, de una ciudadanía autónoma y de una mano de obra cualificada, lo que propicia el debate democrático, el bienestar social y la competitividad económica.
De hecho, los países de la OCDE reconocen la importancia, para disponer de una economía innovadora, de tener unas Universidades correctamente financiadas así como unas instituciones que permitan el paso de la investigación al desarrollo, es decir la concreción de una idea nueva. No en vano, esta idea no era unánime hace apenas una década y se ha impuesto poco a poco gracias a la multiplicación de los estudios comparativos. Los trabajos de Aghion (2010) han mostrado que, sin inversiones adecuadas en la enseñanza superior, un país está condenado a la mediocridad investigadora y a la pésima inserción laboral de sus jóvenes.
Así, los países de la Unión Europea se han concienciado recientemente sobre su retraso con respecto a los Estados Unidos gracias a las clasificaciones internacionales (clasificación de Shanghai) y han comprendido que este retraso se debía en gran medida al abismo que separaba ambos continentes en materia de gasto educativo. En 2007, mientras que los Estados Unidos gastaban el 2,9% de su PIB en la enseñanza superior, el esfuerzo de los países de la Unión Europea solo correspondía al 1,4% de su PIB. Desde otra perspectiva, los Estados Unidos gastan por estudiante el doble que los países de la Unión Europea. Esta concienciación ha conducido los gobiernos galo y alemán a invertir la tendencia. Así, en Francia, el gasto por estudiante ha aumentado de cerca del 20% entre 2007 y 2011. Mientras tanto, otros países como España y Portugal han disminuido su inversión en esta área, esencialmente en razón de la crisis.
Como consecuencia de la movilidad tanto de los investigadores como de los estudiantes, cada país debe incrementar sus esfuerzos para desarrollar unos centros de excelencia multidisciplinares capaces de atraer a talentos. Si nos fijamos en las prácticas actuales de las mejores Universidades a nivel mundial, parece ser que, para constituir unos verdaderos polos de excelencia, es necesario alcanzar una cierta masa crítica, en términos tanto de recursos como de efectivos: un presupuesto mínimo de 1,2 billones de euros, alrededor de 2.700 profesores-investigadores y 17.000 estudiantes, de los cuales entre el 20 y el 30% son doctorandos.
Pero el dinero no es suficiente. Otros elementos deben ser tomados en consideración para mejorar la calidad de la investigación académica y la inserción profesional de los jóvenes titulados, empezando por la gobernanza de las Universidades. Aghion (2010) ha mostrado que los resultados de las Universidades en la clasificación de Shanghai y la proporción de jóvenes titulados que han encontrado un empleo un año tras conseguir su título académico aumentan notablemente con el nivel de autonomía de las Universidades, sobre todo si existe una complementariedad entre el incremento de los recursos y la autonomía superior. Dicho de otra forma, el efecto positivo de una aumento de la financiación se amplifica cuando, paralelamente, se concede una mayor autonomía a la institución en cuestión.
Unas Universidades a la vez bien financiadas, autónomas y bien gestionadas generan una mayor satisfacción en el trabajo porque permiten mejorar la relación empleador-empleado y forman unos individuos más flexibles y mejor adaptados a la vida activa. Por último, unas mejores Universidades forman profesores de primaria y secundaria de mayor calidad.
En definitiva, una mejora de la enseñanza superior pasa por un incremento de los recursos y de la autonomía de las Universidades, lo que se repercute en la competitividad de la economía local en un mundo globalizado.
Tribuna Abierta publicada en el periódico Noticias de Gipuzkoa el 5 de mayo de 2013